"En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor...”
Don Antonio siempre empezaba abril con la lectura del Quijote. Él sabía que aquellos chicos a los que daba clase en la escuela perdida del sur de Argentina, al sur de todo, nunca conocerían España, ni la Mancha, ni los molinos que su abuelo recordaba en la línea del Horizonte. Ni siquiera él mismo los conocía. Don Antonio nació en Buenos Aires. Creció como pudo entre las máquinas de escribir de la notaría que regentaba su familia y las calles de una ciudad que era las suya, pero no lo era. Porque a él, y a su hermano Alonso, los niños del barrio siempre les llamaban gallegos.
Cada abril que Don Antonio iniciaba la lectura del Quijote, se acordaba del poeta Rafael Alberti, quién sabe por qué. “Ha venido Rafael” decía su padre, “ya llegó el comunista”, añadía su madre con aire de desdén más porteño que otra cosa.
Si venía Rafael, si venía cualquier otro de aquella España lejana que el pequeño Antonio no conocía, su padre los llevaba a la Casa de Asturias. Reunidos en el gran salón del segundo piso todos parecían nostálgicos, llorosos, quizás porque no siempre traían buenas noticias del Norte. Alonso y Antonio se sorprendían del acento rudo y plano que tenían los invitados, muy parecido al del abuelo y al de Gerardo, el panadero riojano que había aparecido en la puerta de su casa un invierno con los pies empapados y el rostro desencajado. Gerardo murió meses después. La abuela decía que de gripe. El abuelo añadía siempre en bajito: "... y de pena".
21 de septiembre de 2006
El maestro de escuela
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