En verano, los niños de la casa esperábamos a que los mayores se sentaran frente al televisor a ver la telenovela de turno para hacer maldades por los alrededores sin tener que recibir la adulta mirada inquisitoria o, en casos de extrema travesura, una hostia. Un día, durante un capítulo de Cristal, gastamos diez kilos de pintura negra en convertir tremenda roca en carbón. Nuestra intención, tras la conversión, era prenderle fuego y que ardiera “para toda la eternidad”. No resultó, pero la piedra, veinte años después, sigue negra (como el carbón).
Otra tarde, mientras el milagro del amor hacía que Topacio recuperara la vista, nos dedicamos a hacer un curso acelerado de corte y confección, sobretodo de corte, con la ropa del tendal. Maldita la gracia que le hizo a mi tío tener que gastar, el resto del verano, unos calcetines que, por uno minutos, habíamos llegado a convertir “en el último modelo de Valentino”, versión Barbie. ¡Schhhhhhhh, calla que empieza la novela!, nos decían y, despacito, nos escabullíamos entre las patas de la mesa para salir a la calle.
El mundo era todo nuestro y la sensación de poder tan grande que en la mayoría de las ocasiones nosotros mismos nos delatábamos peleándonos por ver quién comandaba la aventura. Así que en una misma jornada podíamos llegar a descubrir varias sensaciones: el poder, la ira, la humillación y, dependiendo cuál fuera el alcance de la ocurrencia, también el dolor. Gracias a las telenovelas también podías darte cuenta de cuándo alguno del grupo había llegado a la edad del pavo. Era el mismo día que, ya de mañana, te decía “yo igual me quedo hoy a ver de qué va eso de la telenovela que dicen que está entretenida”. El caso es que tú llevabas un tiempo mosqueada porque desde hacía unos días estaba medio tonto con cierto veraneante del pueblo, y no paraba de suspirar en toda la noche, y después también suspiraba delante del televisor, viendo a los protagonistas de la novela en cuestión queriéndose. Claro, algo veías venir.
Mi edad del pavo llegó con una serie venezolana. ¡Dios qué disgustos pillé con las idas y venidas de amor de aquellos protagonistas!. Hasta llegué a pensar que yo pasaba de aquello, que a mi tanto sufrir no me podía venir bien. El caso es que estos días, y aprovechando que los jefes han tenido la delicadeza de adelantarme las vacaciones estivales mandándome al paro, he encontrado la susodicha telenovela en Internet. He estado bajándome los últimos capítulos que no llegué a ver en su día porque se el verano terminó y con él las sobremesas silenciosas frente al televisor. Descargo los episodios bajo la internáutica mirada inquisitoria del churri. “A veces me das miedo”, me dice. Y yo pienso: “pues mira, o esto o pillo un bote de pintura negra de diez kilos y me pongo a ser creativa”. Por cierto, al final, cásense. Y sí, lloré.