No debería haber teléfonos en el hogar de un mineru
              

Marisa no tuvo que 
levantar el auricular para saber lo que le iban a decir al otro lado del
 hilo telefónico: eran las cuatro menos diez de la madrugada y Jaime 
estaba en el pozu... pero lo levantó. —Marisa, oye mira que soy Serafín,
 ¿tas bien?, vete a buscar a la mi muyer, nun tes sola, ye que mira... 
Marisa oye dime algo... Marisa colgó el teléfono sin decir nada, arropó a
 Jacobo que dormía en la cuna y comenzó a llorar. Al poco, sonó el 
timbre. Eran las vecinas. Ellas tampoco dijeron nada. 
 
                                                                      "El Daglas"

Sufría por verle desnudo, cubierto de una pátina de 
carbón, mientras el resto de compañeros hacía bromas en las duchas. 
Quería besarle y limpiarle, con delicadeza, la línea negra que le 
quedaba en los ojos porque nunca tenía tiempo para pararse a quitarla. 
Ernesto, que iba para cura, dejó el seminario y entró en la mina para 
estar al lado de Joaquín, que era también "El Paletu" por parte de madre
 y "El Daglas" por su parecido con el actor. Y así estuvo, cinco, diez, 
quince años…Fue el padrino de su boda, aguantó estoicamente la temporada
 que al otro le dio por ir de burdeles. "Ernestín, cagondiós, ven 
conmigo, que no se entera nadie"; y lo abrazó fuerte la tarde que, en el
 embarque, les sorprendió una ración de grisú que casi no cuentan. "¿Qué
 se te perdió a ti en Alemania, Ernestín, no me jodas?", le replicó 
pocas horas después en la barra de Casa Miguelo. "En Alemania nada, pero
 como siga aquí mirándote a los ojos acabaré perdiendo la cabeza", pensó
 mientras bebía la última caciplá a su lado. No hubo más palabras. Un 
billete de autobús le dejó en la Zentraler Omnibusbahnhof. Lo primero 
que vió fue el cartel del último estreno cinematográfico: "There was a 
Crooked Man…", protagonizado por Henry Fonda y Kirk Douglas. 
 
                                                      Cuatro miradas para Encarnita
 Una)
Una) Encarnita tenía el pelo 
lacio y rubio, casi blanco. Algunos de los mineros que paraban en el bar
 de su padre la llamaban «La Rusa», otros, como Juan Piñeiro, llegado de
 Cangas do Morrazo el pasado mes de febrero, apenas le decían un «hola» 
entre suspiros de amor. Encarnita era alta, y tan guapa, que parecía una
 actriz de cine, de esas que el joven Piñeiro y los demás soñaban cada 
domingo antes de volver a la pensión. Nunca tuvo novio, ni se le conoció
 pretendiente alguno. Aunque en el pueblo se hablaba de que cada noche, 
como en una letanía de suspiros, un hombre moreno y efímero se acercaba a
 su balcón para recitarle un verso. Solo uno. Encarnita tuvo que esperar
 a la primavera, y a una tarde de romería en el pueblo, para contemplar 
los ojos negros que desde tiempo llevaban rogándola. Ésa misma noche, el
 gallego Juan le pidió «un culete», dejando de lado la afición al vino 
blanco que le caracterizaba desde que había dejado el mar.
    (Dos)
 Cosme era el padre de Encarnita. Ella había heredado de él la 
prestancia, y ese donaire escrupuloso que tienen los taberneros. Nunca 
había tenido problemas,  en lo que se refiere a su hija, con los 
hombres, todos ellos mineros, que se acercaban por el bar después de 
dejar el tajo. Pero aquella tarde que vió al gallego meloso, capataz 
«sabe dios por qué», mirar con deseo a su Encarna y pedirle un culete de
 sidra, sintió que sus piernas muertas –en un accidente de mina años 
atrás– volvían a la vida para darle su merecido al rufián. Cosme se 
acercó, como pudo, a la barra, exhaló un «mecagonros» y dejó pasar la 
vida.
    (Tres) Julián 
conocía a Encarnita desde los tiempos del catecismo. Nunca se había 
atrevido a mirarla a la cara, ni siquiera,  a decirle lo mismo que, 
botella en mano, aventuraba cada noche después de tres copas junto al 
balcón de su amada. La tarde de primavera en que, decidido, cogió la 
sartén por el mango y acudió al chigre dispuesto a cantarle al amor, se 
encontró con un gallego alto, desgarbado y capataz que levantaba la mano
 con aire complaciente y pedía un culete.
    (Cuatro)
 Juan Piñeiro, nacido en Cangas do Morrazo, huérfano de un padre «que se
 lo llevó la mar», decidió marchar de su pueblo la misma tarde que su 
madre le dijo que tenía que embarcarse rumbo al Gran Sol. Cogió el 
atillo que le habían preparado, encaró el puerto y tomó el rumbo 
contrario, tierra adentro. Primero andando, después en tren, más tarde 
en un coche de caballos. Recorrió ¡quién sabe cuantas leguas! y 
finalmente paró. Ofreció su título de maestría a quién lo quisiera coger
 y cuando se dió cuenta estaba bajo el suelo, el mismo que sus ancestros
 apenas habían pisado. Desde hacía meses, trabajaba de jefe de una 
cuadrilla y vivía atento a las miradas de una chigrera rubia que le 
atendía más bien poco y le servía el vino blanco algunos días con 
gloria, los más con pena. Una tarde de primavera, harto ya de estar 
harto, dejó de lado su pinta y alzó la mano. «Un culete», sentenció. Y 
con el vaso que le tendía una mano llegó la hermosura, y una sonrisa, y 
un te quiero tras la tapia del cementerio y un «Señor Cosme, quiero 
casarme con ella», y otro «mecagonros», y después dos gemelos, de nombre
 Cosme y Jacinto, y más tarde el mar. Y siempre el Gran Sol, tras la 
melena lacia y rubia de una mujer que muchos llamaban «La Rusa».