(Publicada en el último número
del periódico La Voz de Asturias
que dejó de publicarse
el 19 de abril de 2012
por culpa de un mundo voraz)
Odio cosas. Odio, por ejemplo, las preguntas obvias. Ese amigo que te ve comer y sin decirte un hola ya te suelta: ¿Qué haces? No sé a vosotros pero a mí me apetece responderle mal, pero mal de rozar la ofensa y rondar la hostia si el que pregunta no es un amigo sino la madre que te ha parido y aguantado lo suficiente como para tener que andarse con milongas cuando te pones gilipollas.
Responder mal a las preguntas obvias, estúpidas, vacías, peligrosas y/o tendenciosas no consiste en dar una contestación borde sin más, que también. Se trata de dejar al contrario con cara de pánfilo y sin posibilidad de réplica. Por ejemplo que un señor te dice de malos modos que te apartes porque molestas, bajas la ventanilla del coche y le sueltas bien alto un “cállate, cerdo” - separando las dos palabras por un intervalo de dos segundos en silencio- que le dejas frío y sin palabras. Esa es la clave. Conste que yo no puedo hacer nada por frenar este impulso que tengo. Es algo genético que heredé de mi güelu Sevilla (que de andaluz no tenía más que el mote).
No puedes frenar el pensamiento borde pero sí la palabra. Es algo que aprendes a lo largo de la vida, a callarte (cerda) las burradas que amenazaban con pasar de la cabeza a los labios para después salir al aire, a conquistar mundo. Con el tiempo consigues incluso hasta reírte para adentro, tu misma en tu mismidad, de la gracia que tienes y el estilo. Lo más inquietante -cuando no patético- de la historia es que encima te haces gracia. Y te entra el síndrome “CR7”: reconoces que en el mundo hay gente buena y graciosa pero tú te ves mejor, como por encima de ellos. Y cuando metes un gol señalas con las dos manos hacia ti para que todo el mundo sepa el concepto tan maravilloso que tienes de tu persona.
Lo que pasa es que al final te das cuenta de que realmente lo de reírte de tus propias historias da pena penica. Es como esos políticos encantados de conocerse a los que les gusta ponerse delante de un micrófono o cámara y babean como Homer Simpson delante de una cerveza. Yo conozco a dos ediles electos -con su despacho en Ayuntamiento en toda regla- que llevan meses diciendo que ellos no son políticos ni creen en la política. Eso sí, en cuantito que intuyen una cámara de un medio de comunicación cualquiera en las proximidades comienzan un pintoresco ritual de apareamiento rondando al fotógrafo o camarógrafo en cuestión, como si del chifláu del Urogallo Mansín -¡qué dios lu tenga en su gloria!- se tratara. Hay políticos que entran en celo ante la sola presencia de un periodista. Y si ven al plumilla en cuestión un poco despistado entonces empiezan a lanzar al aire discursos rimbombantes en los que entrelazan palabras como “transparencia”, “gestión”, “sinergia”, “futuro”, “estructural”... Que yo pienso (pero no digo por eso de la educación que comentábamos antes): “¡Qué lástima que no te hayas dedicado al circo, payaso! (y ya sabéis cómo se hace, con una leve pausa de dos segundos entre circo y payaso).
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