Con mi mano
izquierda aparté el toldo blanco que los arqueólogos usaban como
puerta de la pequeña carpa que habían montado para exhumar, en
silencio y sin la incesante lluvia sobre sus cabezas, los cadáveres
de la fosa común de Cabacheros (Aller). Llevaba varios meses
escribiendo sobre esos cuerpos huesudos, hablando con familiares de
desaparecidos, con expertos, con políticos, con policías, con más
familiares... pero nunca había podido ver de cerca los restos de
los verdaderos (y trágicos) protagonistas de la historia de este
enterramiento pegado (casi debajo) de la carretera del Puerto de San
Isidro. Una fosa en la que empezaron buscando los restos de "nueve
represaliados" y donde acabaron encontrando un número
indeterminado de cuerpos que superó, con mucho, la treintena.
El día que el
arqueólogo jefe me dejó entrar en la pequeña carpa era del mes
noviembre y hacía mucho frío. Los trabajos estaban a punto de ser
suspendidos porque, en cualquier momento, llegaban las nieves y se
haría imposible seguir la labor: "Pasa, pero ten cuidado".
Di dos pasos decididos dentro del minúsculo recinto para quedar
parada frente a un agujero que, como las trincheras de las guerras,
se alargaba a mis pies a setenta centímetros de profundidad. Dentro
de la franja de tierra trabajaban varios jóvenes con cincel y
brocha. Lo hacían despacio, sabiendo que después de setenta años
allí aquellos hombres y mujeres (y menores de edad) no tenían prisa
ninguna por salir. Trabajaban despacio pero a un ritmo constante,
como el de las agujas del reloj, porque también sabían que los que
no podían esperar mucho más eran algunos de los que estaban fuera
aguardando el resultado. Y se oían, desde dentro, frases sueltas:
"Tengo cerca de noventa años. Antes de morir necesito saber si
alguno de ellos es mi hermano".
Así que allí
estaba yo. Creyéndome curtida en fosas comúnes y sin poder separar
la vista de los cuerpos apilados, de los craneos, de los húmeros, de
las tibias, de las manos, eran decenas... "Mira, esto es una
cuña de una madreña, y también hemos encontrados botones, y
hebillas de cinturón y hasta una cuchara. El que la tenía en el
bolsillo creyó que la iba a necesitar en la cárcel pero no...",
me dice uno de los chavales. Y sigo observando incrédula. No es
Ruanda, no son los Balcanes, no es Ciudad Juárez, no es Alepo. Es
Felechosa, es la carretera por la que, en los días de invierno desde
hace décadas, circulan miles de esquiadores camino de San Isidro. Es
aquí al lado nuestro y esos huesos embarrados y amontonados
pertenecen a personas que fueron consideradas "basura"
durante más de setenta años (cuarenta de dictadura y treinta de
democracia). Porque en ese tiempo nadie quiso, o nadie pudo,
devolverles la dignidad y sacarlos de una cuneta. Hasta ahora. La
Asociación de Memoria Histórica de Aller dará sepultura a los
cuerpos de Cabacheros el día 2 de febrero en el cementerio de
Moreda.
No debería ser (aunque lo sea) una cuestión de ideario político. Cae de cajón. A ningún ser humano
se le puede negar el respeto por tanto tiempo. No es política. Es dignidad.
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