Aquel hombre obligó al niño Fernando a mirar a su izquierda de un manotazo suave en la mejilla. El miró y junto al muro -según entras por la puerta del cementerio- vio amontonados varios cuerpos. No recuerda haber visto ninguna cara. No recuerda el número de hombres que allí yacían. No recuerda lo que durante mucho tiempo si recordó: el silencio solo roto por el taconeo de aquel hombre y su voz aguardentosa. Lo que no ha podido olvidar en 75 años y 50 días es la imagen de unas botas negras que se adivinaban bajo la montonera de muertos y que él conocía muy bien porque muchos domingos había sido el encargado de dejárselas impolutas a su tío, el hermano pequeño de su madre. Nunca se atrevió a decírselo a ella.
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