Yo es que he ido a esquiar siendo niño”. Así, con su pretérito perfecto mal puesto y todo, se explicaba un antiguo compañero de colegio el otro día en Facebook. Hice memoria para recordar la infancia compartida, pero nada. A mi cabeza solo vinieron imágenes de una cuesta y de un par de sacos de plástico con los que nos azotábamos monte abajo sin miedo a nada, salvo a la bronca materna por alternar pingaduras con unos manchurrones de carbón que no salían ni con jabón del chimbo . Bueno, pues parece ser que aquel deporte de riesgo, con el cambio de milenio, se ha convertido en esquí alpino.
Toda la culpa es del recorrido que está teniendo la década de los ochenta. La cosa está así: los que tuvimos infancia ochentera estamos rentabilizando mejor los chándals de táctel, los juegos reunidos y la aventura que siempre es tener unos padres con hombreras que el dinero que nuestras respectivas güelas nos metieron en esas primeras cuentas de Cajastur que todo asturiano de bien estrena antes que el primer diente.
Ahora resulta que esas megagafas de pasta negra que hicieron la vida imposible a más de uno en la escuela son cool porque son vintage . Vamos, que los hubo que tuvieron que aguantar toda la EGB cariñosos apelativos como cuatro ojos, cegato, ciego, topo y/o gafotas; y a los que, en estos momentos de la vida, no les queda otra que soportar que sus amigos, los mismos que les insultaban, luzcan unas bifocales de tal tamaño cuyos cristales guapamente se le podrían encargar a Rioglass para evitarle otro ERE. Si pasas una niñez traumatizado porque no quieres llevar gafas y una juventud conteniéndote para no arrancárselas de cuajo a todo bicho viviente de tu alrededor, lo normal es que acabes en la consulta del psicólogo.
Lo de que un experto analice tu modus operandi en la sociedad para luego reconducirte por el buen camino, eso sí es nuevo para los que ahora somos treintañeros. La psicología y la pedagogía durante nuestra escolarización tenían solo tres caminos a seguir. A saber: borrador en la frente con una velocidad de saque que ya quisiera Nadal; colleja en la nuca con efecto lexatín y/o visita al despacho de dirección donde te librabas de lo primero, pero lo segundo flotaba en el ambiente como una amenaza perpetua hasta la hora del recreo.
No digo yo que aquello fuera mejor que lo que hay ahora. Simplemente era distinto y se asentaba en otros principios. Lo que buscaban los mayores entonces era que aprendieses a arreglártelas por tu cuenta en el medio hostil que era la vida y, sobre todo, que les dejases a ellos vivir la suya en paz. Esta filosofía paternal de éxito se basaba en el principio neoliberalista de “laissez faire, laissez passer”. Siempre, eso sí, que no interfirieras en las conversaciones y el devenir de los adultos, porque entonces tiraban de otro gran filósofo de su época, que era Serrat, y rápidamente te soltaban aquello de “niño, deja ya de joder con la pelota. Niño que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca”.
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