Me gusta vivir la vida al límite, así que lo voy a decir sin rodeos: No me molesta que los catalanes hablen catalán. ¡Hala, ya está!. Me pasa desde siempre. Es más, siendo una guaja hasta me halagaba que los pocos catalanes con los que coincidía en mis veranos por el Oriente astur hablaran catalán en mi presencia. Creía, en mi ignorancia idiomática, que lo hacían porque nos intentaban imitar a los asturianos. ¿Qué queréis? Los escuchaba decir que tal cosa valía “un duru” o no sé “cuántes pesetes” y me decía: mira qué majos estos catalanes que ya que vienen aquí intentan integrarse en el medio también desde la palabra. Claro que “estos catalanes” que conocía yo en concreto eran muy de integrarse en la sociedad llanisca porque bailaban el pericote mejor que nadie y birlaban al bolo palma como si sus güelos fueran del mismísimo Cuera.
Me hacía gracia el catalán, que entendía a medias. Y me admiraba el euskera. Tanto que hasta le pedí a uno de los niños vascos con los que trataba que me enseñara a decir los números hasta el infinito. Y aprendí. Fue en una sobremesa de barbacoa mientras los mayores arreglaban el mundo. Lejos de ser algo inútil en la vida, mi conocimiento del nombre de los números en vasco me convirtió en una atracción de feria durante mi infancia. (Mires por donde lo mires, era bastante raro que una neña de Ciañu supiese decir “ciento veintisiete” en euskera). Lo peor es que aún sé. Llegados a este punto debo confesar que gané bastantes apuestas en mi juventud por tierras madrileñas gracias a esta memoria selectiva que tengo y que funciona por parámetros abertzales.
En Madrid, seis de cada diez personas a las que conocí creyeron, de mano, que era gallega. No me parecía mal. Al menos me colocaban al norte. Pero había algo dentro de mí que rascaba. “¿Gallega, cómo que gallega? Pero vamos a ver, fatu, cómo que gallega, ho”. Sí, sí. Cinco años en la capital del reino y no sólo no se me quitó ni gota del acento cuenquil, es que llegó a agudizarse más si cabe. Mi madre está convencida a estas alturas de que nunca pasé de Campomanes en aquel lustro de estudios periodísticos, que la engañé. El colmo de los colmos, en tierras castellanas, fue cuando una compañera me preguntó -y reproduzco literal-, por qué hablaba yo en “castellano antiguo”. No sabía si reírme o darle a conocer algunas de las toscas y descorteses expresiones con las que nos solemos expresar en ciertos trances las “castellanas antiguas”. Opté por la risa porque siempre es más entretenida. Como escuché el otro día a no sé qué tertuliana radiofónica: “El pesimismo es cansado”. Y tanto. En épocas de crisis florecen los pesimistas y los aguafiestas, gente a la que todo le parece mal. Que haga sol, que llueva, que estamos en un país de pandereta, que los franceses son lo peor y ellos son los que se drogan, que si la república, que si la monarquía, que por qué los catalanes hablan catalán. De verdad lo digo, dan cansancio, sí, pero también mucha pereza. Como decimos los miembros de la generación Disney: Hakuna matata, por favor.
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