
Y las palabras, como si ella también tuviera un redactor de discursos, salieron de su boca sin titubeos. «Tal vez, los que luchan, no consigan todo lo que se proponen. Tal vez siempre existan los intereses ocultos y el terrorismo, y la maldad, y las crisis económicas, y la injusticia. Pero yo hoy quiero pensar que mientras alguien luche por hacerlos desaparecer, aún queda un resquicio para la esperanza». Y siguió gritando: «Las cosas no cambian solas, hay que dejarse la piel en la vida, hay que intentar que, con el tiempo, los que vengan, se den cuenta que la rendición es la peor de las derrotas», señaló y, sin un amago de temblor en sus dedos, alzó la copa para brindar con nadie: «Va por vosotros, por los que no os rendís». De reojo, vio a su marido apoyado en la puerta. La miraba con cara de extrañeza. Debía pensar que estaba loca de remate, que a esas horas, en la oscuridad del salón, o el sueño le podía o definitivamente eran delirios de una chiflada.
Nada más lejos de la realidad. Recostado contra el marco de la puerta del salón, con los brazos cruzados sobre su pecho y una sonrisa en los labios, él, ahora, estaba seguro que, aquella chica menuda a la que había conocido en el ascensor de la Facultad, era, en realidad, la mujer más maravillosa del mundo.