24 de agosto de 2009

Traumas infantiles

Nacer hace casi tres décadas, y recalco lo de casi, me evitó tres cosas: no tuve que poner aparato de dientes (de aquella no se llevaba), no me vi obligada a estudiar inglés (what?) y nunca pisé la consulta de un psicólogo. Hace casi treinta años, casi, si te movías de un lado para otro, rompías las cosas -incluso la piñata sin “brakets”– y hablabas como una cotorra, eras un “trastu”. Y punto. Porque el mundo de la psicología no descubrió la hiperactividad infantil hasta los noventa y después, para qué vamos a negarlo, todo cambió. Pese a la personalidad que me gastaba en mi más tierna infancia, de marcada tendencia al “trasterismo”, tengo que reconocer que no me comí grandes marrones ni castigos. Algún escobazo, zapatillazo y/o “ñalgazu” a mano abierta sí, pero nada más. Los adultos que me aguantaron tuvieron que hacerlo a pelo, con la única herramienta de la palabra y, en última instancia, de una escoba, zapatilla y/o mano. Lo pienso desde la distancia y fue un acierto haber nacido entonces. Las calles de mi pueblo tenían sus reglas y las acatabas sin por ello tener que ir los martes de cinco a seis a contárselo a un individuo de gafas de pasta y diploma en la pared. Normalmente, en los juegos mandaba siempre la misma persona. No tenía que ser el mayor, ni siquiera el más fuerte. Era el líder y si olvidabas la norma te podía caer un tortazo (en este caso la palabra sobraba). Mirándolo desde estos momentos de la vida, lo que nos hubiera gustado es que ese “jefe” de la calle sí fuera al psicólogo, al menos habríamos descansado una hora a la semana.

Tampoco es que ahora se viva mal como infante de la casa. Los cuidamos, los defendemos, jugamos con ellos, visitan el dentista con asiduidad y sobretodo, los mandamos a campamentos de verano bilingües, que les permitirán pedir comida, alojamiento o ropa en casi cualquier parte del mundo sin por ello tener que recurrir a una sarta de gestos que les hagan parecer mimos en pleno Trafalgar Square. Además, al final la vida es como un bucle y resulta que pasan los años y casi en la treintena te plantan unos hierros en la boca, porque para tener unos dientes bonitos ya no hay edad, y el jefe te obliga a aprender inglés aunque tus relaciones laborales no vayan más allá de Tudela Veguín. Creo que mañana le voy a pedir cita a un experto.