31 de agosto de 2010

Curro de Verano

En verano esto de estar en el mercado laboral no lo llevo con calma. Como fui la última en llegar al curro, también soy la última en elegir fecha para irme de vacaciones. Consecuencia: No las tengo hasta finales de septiembre. ¡Ay, mujer, pero de qué te quejas, si está todo más barato!. Si, efectivamente, está todo más barato y más arrasado. Vete tú, a finales de septiembre, a pedirle al camarero que te sirva el pescaíto frito con una sonrisa. El susodicho camarero tiene unas ganas de encarar noviembre que no ve, porque hace semanas que tiene pesadillas con niños sedientos, padres histéricos y adolescentes hormonados que aún no han acabado la ESO y porque él es el que realmente está frito. Muestro mi más absoluta solidaridad hacia el obrero del sector servicios porque yo también lo fui.
Durante mis veranos de universitaria trabajé en un hotel de turismo rural muy cuco, de estos que le encantan a los madrileños porque tiene de todo: monte, árboles, río, animales y hasta granjero con peto vaquero y camisa de cuadros. A la gente que venía de ciudad les encantaba. Llegaban en coche hasta la misma puerta del hotel como si fueran a encarar una travesía por el Amazonas y/o el Sahara: Pantalones de diez bolsillos, chaleco de diez bolsillos y chirucas. Ése era el uniforme para después pasarse tres de las siete tardes en el hotel durmiendo, otra en Llanes, otra en Potes, otra en la playa y la última en el autobús que sube a los Lagos. Las chirucas volvían impecables a Madrid. Claro que, la verdad, peor era cuando se veían con todo el vestuario encima y querían parecerse a Indiana Jones. Entonces les daba por ir al monte a caminar para, por último, perderse. La historia siempre era la misma: "Vamos a ir a dar un paseíllo por las montañas", decían. A lo que el dueño del hotel respondía: "Está bien, vayan por esa senda, no se desvíen, no coman nada que vean en el suelo, lleven una chaqueta y el teléfono. Los animales son de verdad, es decir, muerden, arañan y bufan. Si tienen cuernos son vacas, no toros de lidia, así que absténganse de hacerse los toreros. Por último, den la vuelta cuando vean que empieza a atardecer". Los excursionistas solían mirar al hotelero con una mezcla de indignación --"¡este se cree que somos tontos!"--y emoción --"¡hay vacas! ¿se dejarán torear?--. No fallaba. Cuatro horas después sonaba el teléfono: "Oye, ¿es el hotel?. Mira soy Isabel, la madrileña de la habitación siete, es que nos hemos perdido porque vimos un camino muy mono y nos desviamos, el niño comió una especie de bayas que se encontró y le sentaron mal, a mi marido le dio un revolcón un toro salvaje y le picó algo cuando cortaba unas ramas para hacer una cabaña salvadora porque nos olvidamos las chaquetas y la verdad, ya es de noche del todo, hace frío. ¿Qué hacemos?. ¡Ah! y respóndeme rápido que se me está acabando la batería".